El domingo
visité el Museo Pompidou Málaga en muy buena compañía. Después de varios
intentos fallidos por fin lo conseguí. Y me sorprendió para bien. Un edificio
hermoso cuyo interior, de espacios amplios y geométricos pasillos, te invita a
caminar tranquilo. Escribo para retratar tres escenas. Un cuadro, una niña y un
bosque.
El cuadro es “Développement en brun”,
1933. Sí, otra vez Kandinsky. Un cuadro del artista ruso que desconocía. Cuando
lo vi desde lejos no supe de quién era. Me sorprendió comprobar que lo había
pintado Kandinsky, con ese protagonismo del marrón que oprimía todo el cuadro,
empujando, intentado cerrar una abertura de triángulos de colores y fondo
blanco. Me encantó.
Después leí el año y la explicación que aparecía al lado.
Lo pintó en agosto de 1933, aciagos tiempos. Y en el cartelito decía que
Kandinsky intentó reflejar la esperanza en medio de la oscuridad, la libertad
de crear defendiéndose contra la opresión. En noviembre de 1932 Hitler ganó
las elecciones; una de sus primeras medidas fue cerrar la Bauhaus (quizá demasiados bolcheviques y libertarios)… Con todo
esto regresé al cuadro y la emoción fue enorme: color y figuras geométricas y
curvas y fondo blanco y unos peldaños que invitan a salir al exterior y a
entrar al interior mientras alrededor todo es un marrón mediocre y violento. Después
pensé en Pollock pintando en su taller, en Cezanne, en Bolaño escribiendo
frenéticamente sabiendo que la muerte rondaba cerca; recordé un libro que unos
amigos me regalaron para mi cumpleaños hace mucho tiempo De lo espiritual en el arte y de esa defensa de la libertad, de la
creación incluso en la trinchera más maloliente. Crear para ser libre, para
amar y amarse. Después recordé una novela que terminé hace unos años, de esas
escritas para uno mismo que sabes que nunca se publicarán y también sientes que
no importa porque sirvió para fijar y apuntalar el marrón y crear peldaños y
triángulos de colores. Y de unas palabras del escritor uruguayo Mario Levrero
que dicen: “No me fastidien con el estilo ni la estructura: esto no es una
novela. Me estoy jugando la vida, carajo”. Y ahora que escribo frenéticamente
con ese toque de marrón en los labios siento la libertad de crear y amar y
amarme y todo parece eterno. Y me dan ganas de abrir la ventana y gritar:
¡Resistencia!
Ahora los vecinos me están mirando como si fuera un loco y esperan, pacientemente, a que me lanzase al vacío. No les pido disculpas y regreso al interior.
Gracias, Kandinsky, por detener el tiempo y
transformarlo en emociones inolvidables.
La niña es mi hija. En la primera
planta del museo, mientras observo trece figuras de tela sentadas en sillas, de
la artista Eva Aeppli, cada una con su postura, con su gesto, con su aparente abstracción
y pensamiento individual, bajo ese rostro andrógino, mi hija aparece corriendo:
—¡Mira, papá! —me dice entusiasmada, cogiéndome
de la mano con sus deditos de casi cuatro años— ¡Mira cuántos monstruos!
Y me lleva hasta situarme frente al cuadro Diada de Antonio Saura. Y allí me quedo,
delante del cuadro, con ella de la mano. ¿Cómo ha visto todos esos rostros?, me
pregunto. Y la miro y sonrío entusiasmado.
El bosque es una exposición taller
creada por Matali Crasset titulada Blobterre,
dirigida al público más joven (o no). Una especie de bosque o mundo inventado
extrasensorial donde los niños pueden imaginar y crear lo que les plazca.
Cubrir o descubrir, tocar o amontonar, sentarse, correr o hilar. Lo que parece
una casa puede ser una palmera o una caja de música; lo que parece una
enredadera puede ser leña para el fuego donde los niños se sientan alrededor
mientras una voz, simulando ser una hoguera, les narra un cuento. Y mi hija deambula por allí viviendo su propia historia, sintiéndose libre, amando y amándose.
Un domingo hermoso, en la mejor
compañía y cerca del mar.