martes, 7 de abril de 2020

25. EL CRUCERO



El matrimonio embarcó en el trasatlántico. Por fin, después de varias décadas, consiguieron ahorrar lo suficiente para comprar dos plazas en aquel crucero de lujo. Eran las vacaciones soñadas: quince días recorriendo el mar Mediterráneo, desembarcando en los puertos más hermosos que aquellas luminosas y antiguas costas habían creado.
         Al subir al buque y cerrar la puerta del camarote, olvidaron el cansancio de los preparativos y las penurias y estrecheces que habían soportado durante los años de espera. Tres piscinas olímpicas, diez yacusis, incontables restaurantes, cócteles, discotecas, comida veinticuatro horas, juegos, gran variedad de bailes, yoga, taichí, masajes, dos cines, concursos de disfraces, noches temáticas, pistas de tenis, casinos, almuerzos nacionales, campeonatos de dominó y cartas, carreras de sacos, animación infantil, música en directo, aerobic, tres gimnasios, chocolaterapia… Todo lo que habían soñado estaba ahí, en apenas doscientos metros de eslora y ochenta de manga. Todo lo que habían deseado flotaba en mitad del mar, rumbo al primer destino: Atenas.
         Durante la segunda noche en el lugar de sus sueños, ella brillaba como hacía años que no lo hacía. Llevaba un vestido negro, muy elegante, y olía entre azahar y avellana. Él la miró como hacía años que no la miraba. Había rejuvenecido veinte años. Él lo sabía y la evocó en aquel puente romano una tarde de octubre de hace más de cuarenta años… y en la cama del hospital, exhausta, mirando cómo sostenía a Diego… y tres años después a Gloria… y la vio deslizarse por una galería iluminada con faroles verdeazulados mientras envejecía poco a poco. Allí estaba, hermosa y feliz viviendo la espera.
         La cena fue copiosa: solomillo wellington con guarnición y la penúltima botella más barata de rioja que había en la carta; de postre brownei con una bola de helado de vainilla. A pesar de haber apurado hasta la última migaja, no se sentían pesados. Bailaron en el gran salón. Sudaron y disfrutaron de la música. Pasaron una hora sentados en una mesa con lámpara de papel escuchando a una banda exquisita de blues. Después pasearon por el buque.  A la mañana siguiente habrían cruzado el Mediterráneo y desembarcarían en Atenas, el origen de la civilización occidental.
         A las dos de la madrugada, la mujer se sentía cansada y se marchó al camarote. Él no tenía sueño y le dijo que seguiría paseando. Dio una vuelta completa al trasatlántico. Al llegar a la popa, se detuvo. Se acercó hasta acodarse en la barandilla dorada. Miró al horizonte, pero no distinguió nada. Él, aquello, todo flotaba en mitad del mar. Alrededor solo había negrura y una leve luz a su espalda. Sintió una ligera caricia de frío. El hombre recordó, para su sorpresa, el rostro de sus padres, el trigal donde solía jugar junto a sus hermanos y amigos cuando eran niños, y el olor a tierra removida le hizo sentir un deseo extraordinario de volver a casa, a cierto origen. Entonces se puso de pie sobre la barandilla y saltó.








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