El matrimonio embarcó en el trasatlántico. Por fin,
después de varias décadas, consiguieron ahorrar lo suficiente para comprar dos
plazas en aquel crucero de lujo. Eran las vacaciones soñadas: quince días
recorriendo el mar Mediterráneo, desembarcando en los puertos más hermosos que
aquellas luminosas y antiguas costas habían creado.
Al subir al
buque y cerrar la puerta del camarote, olvidaron el cansancio de los
preparativos y las penurias y estrecheces que habían soportado durante los años
de espera. Tres piscinas olímpicas, diez yacusis, incontables restaurantes, cócteles,
discotecas, comida veinticuatro horas, juegos, gran variedad de bailes, yoga,
taichí, masajes, dos cines, concursos de disfraces, noches temáticas, pistas de
tenis, casinos, almuerzos nacionales, campeonatos de dominó y cartas, carreras
de sacos, animación infantil, música en directo, aerobic, tres gimnasios,
chocolaterapia… Todo lo que habían soñado estaba ahí, en apenas doscientos
metros de eslora y ochenta de manga. Todo lo que habían deseado flotaba en
mitad del mar, rumbo al primer destino: Atenas.
Durante la
segunda noche en el lugar de sus sueños, ella brillaba como hacía años que no
lo hacía. Llevaba un vestido negro, muy elegante, y olía entre azahar y
avellana. Él la miró como hacía años que no la miraba. Había rejuvenecido veinte
años. Él lo sabía y la evocó en aquel puente romano una tarde de octubre de
hace más de cuarenta años… y en la cama del hospital, exhausta, mirando cómo
sostenía a Diego… y tres años después a Gloria… y la vio deslizarse por una
galería iluminada con faroles verdeazulados mientras envejecía poco a poco. Allí
estaba, hermosa y feliz viviendo la espera.
La cena fue
copiosa: solomillo wellington con guarnición y la penúltima botella más barata de
rioja que había en la carta; de postre brownei con una bola de helado de
vainilla. A pesar de haber apurado hasta la última migaja, no se sentían
pesados. Bailaron en el gran salón. Sudaron y disfrutaron de la música. Pasaron
una hora sentados en una mesa con lámpara de papel escuchando a una banda
exquisita de blues. Después pasearon por el buque. A la mañana siguiente habrían cruzado el
Mediterráneo y desembarcarían en Atenas, el origen de la civilización
occidental.
A las dos de
la madrugada, la mujer se sentía cansada y se marchó al camarote. Él no tenía
sueño y le dijo que seguiría paseando. Dio una vuelta completa al trasatlántico. Al
llegar a la popa, se detuvo. Se acercó hasta acodarse en la barandilla dorada.
Miró al horizonte, pero no distinguió nada. Él, aquello, todo flotaba en mitad
del mar. Alrededor solo había negrura y una leve luz a su espalda. Sintió una
ligera caricia de frío. El hombre
recordó, para su sorpresa, el rostro de sus padres, el trigal donde solía jugar
junto a sus hermanos y amigos cuando eran niños, y el olor a tierra removida le
hizo sentir un deseo extraordinario de volver a casa, a cierto origen. Entonces
se puso de pie sobre la barandilla y saltó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario