Lloviznaba y hacía frío a esa hora de la
tarde. La mujer llegó volando. La panadería de la plaza mantenía las paredes
blancas desconchadas y una luz extrañamente ambarina… y ese olor a pan
caliente… La mujer sacó las llaves del bolso y abrió la puerta metálica del
portal. Se percató de que habían cambiado el picaporte cobrizo y redondeado por
uno plateado y de empuñadura. En el recibidor olía a orín de perro. Vio el
buzón atestado de publicidad, pero no le prestó atención y subió las escaleras
hasta la primera planta. Respiró. La puerta número 3 se cerró tras ella
mientras permanecía en silencio sin encender la luz.
Entonces, entre
la penumbra, se vio a ella con apenas cinco años corriendo por el pasillo con
una botella de agua salpicando el suelo y las paredes, vestida con un pijama de
nubecitas amarillas y unas botas de agua, riendo a carcajadas mientras la perseguía
su padre. Sintió la humedad y encendió la luz. Vio el pasillo, el comedor al
fondo y la cocina huérfana.
La mujer se
quitó la piel y la dejó en el perchero; se quitó los ojos, la nariz y los
tímpanos y los puso, cuidadosamente, sobre una balda de la biblioteca. Después
se tumbó en el sofá polvoriento y comenzó a imaginar una historia que hablaba
de la humedad; de la humedad y de ese olor a pan recién horneado que te hace
salivar y te alegra el día y no permite que el frío cale tus huesos.
Rocío Jurado. Qué no daría yo.
Artemisia Gentileschi. Judit decapitando a Holofernes.