martes, 31 de marzo de 2020

18. LA CASA DE BERNARDA ALBA



Estudiábamos el teatro de Lorca cuando lancé el primer trazo. Tenía quince años. Por aquella época vagabundeaba del día a la noche como una condenada a muerte, como alguien que lo tiene todo perdido. Los lamentos de todas esas mujeres me corroían, me nublaban. Sus dogmas, su mala suerte, su opresión, su fanatismo, su aceptación de las cadenas me llenaba el corazón de tinieblas. Pero descubrirlo allí, tan quieto, tan simple en su forma y en su uso, sobre la mesa de la profesora, me cambió. Recuerdo ese primer trazo verde y grueso.
Ella se llamaba Sella. Había llegado ese año al instituto. Sella me enseñó, mientras en clase de literatura estudiábamos el teatro de Lorca, cómo se utilizaba un pincel, cómo vomitar todas mis tinieblas sobre un folio en blanco. «Tienes que salir de La casa de Bernarda Alba —me decía—, todas debemos romper el bastón y recorrer el mundo.» Trazo verde, tras trazo verde, lo logré. Salí gracias a una mujer llamada Sella y a la música que despertó en mí un pincel.


lunes, 30 de marzo de 2020

17. LAS HUELLAS



Pelusa, mi perrita, había desaparecido. Menos mal que la noche anterior había llovido y encontré sus huellas en el barro. Cogí una mochila, eché un batido de chocolate y un paquete de galletas y salí en su busca sin decírselo a nadie. Yo la encontraría. Abandoné el cortijo, salté la valla y crucé el riachuelo. Me sorprendió que Pelusa, apenas un cachorro, hubiera caminado esa distancia. Me sentía como uno de esos detectives que tanto nos gustan a mamá y a mí. Tan listos y valientes. Tenía que encontrarla, y adentrarme en el bosque no debía aterrorizarme.
         Me senté en una roca para almorzar y descansar un rato. Ya no había barro y tampoco huellas. Me propuse investigar la zona, seguro que Pelusa estaría por allí husmeando. La encontraré, me decía, soy un gran detective, nada puede escapar a mi instinto. La busqué tanto que no advertí que comenzaba a anochecer, pero eso no me impediría hallar a Pelusa.
         Hacía mucho frío. Me acurruqué bajo un árbol para entrar en calor un poco antes de seguir buscando a mi perrita. Todo sucedió muy rápido. Me rodearon sin que me diera cuenta y antes de que pudiera levantarme me atacaron clavándome sus colmillos en mi cuerpo destemplado. El más grande me arrastró hasta su madriguera y aquí me dejó. Cuando mi vista se aclimató a la oscuridad descubrí, sintiéndome como estoy pasmado de frío por la pérdida de sangre, a mi lado, el cuerpecito todavía tibio de Pelusa. La humedad lo envuelve todo. Por fin la encontré.



domingo, 29 de marzo de 2020

16. LAS PALABRAS



Ando como loco, como esto dure mucho más no sé cómo acabaré. Un escritor sin poder escribir lo que piensa, ¿dónde se ha visto eso? Me siento a escribir todas las mañanas. Intento mantener una rutina, lo recomiendan todos los psicólogos. «Escribe —me digo—. Olvida todo el caos de ahí afuera». Mi editor me ha escrito un email motivador sobre las ventajas del aislamiento forzoso. «Por fin podrás acabar la novela», me dice. No sé cómo tomarme ese «por fin».
Ha pasado una semana y, ante mi falta de respuesta, me ha llamado. Después de las preguntas de rigor, inocentes y falsas, me pregunta por la maldita novela. «No puedo escribir —le digo primero y después le grito—. «¿¡Quién cojones puede escribir entre este caos, entre tanto dolor!? ¿¡Quién!?» «Eres escritor —me dice muy sereno—, aprovéchate. Utiliza las circunstancias». Me he cagado en sus muertos y he colgado.
Unos minutos más tarde lo he llamado para disculparme. Él también lo ha hecho. «Cuéntame qué te pasa —me dice—, en serio, Nacho, dime de una vez qué te ocurre». Le cuento la verdad, le digo que no puedo escribir lo que deseo escribir. No es que no lo intente, simplemente pienso en una palabra y en la página o en la pantalla aparece otra. Si quiero escribir “anda”, aparece  “calma”; si quiero escribir “amor” aparece “hija”; si “día”, “sudor”; si “felicidad”, “compañía”; si “teatro”, “hipoteca”; si “consuelo”, “madre”; si quiero escribir “ella”, o “mujer”, o “pareja”, o “compañera”, solo aparece una y otra vez “Laura”. Una y otra vez “Laura”.

sábado, 28 de marzo de 2020

15. EL HOMBRE UNIFORMADO



Una mañana de verano, en las pistas del colegio, mientras regateaba a Javi para marcar mi segundo gol del partido, Gonzalo, el hijo puta de Gonzalo, se lanzó hacia mí con todo su obeso cuerpo y me empotró contra una de las columnas que hay detrás de la portería. Perdí el conocimiento al instante. Todos se asustaron, también Gonzalo. Me llevaron en volandas hasta la fuente y allí comenzaron a echarme agua como si yo fuera un delfín varado en la playa y aquella la única manera de mantenerme con vida.
         Cuando desperté, completamente empapado, todos estaban a mí alrededor mirándome como si el delfín hubiera muerto. Pero en cuanto comprobaron que me encontraba bien, que no se me caía la baba ni se me había quedado un lado de la cara flácido, siguieron jugando con la misma naturalidad que hace unos segundos temblaban de miedo. Me incorporé como pude, me apoyé en la pared del colegio y anduve lentamente buscando un mordisco de sombra. Al dejarme caer sobre la acera, entre la inercia y el cansancio, me golpeé la nuca con la pared. No perdí el conocimiento como antes. No. Veía perfectamente. Pero lo que descubrí me asustó más que mi posible daño cerebral. Sentía un extraño calor en las manos. Al mirarlas quedé paralizado. Eran enormes y rojas y de ellas emanaba una gran cantidad de sangre que me bañaba las piernas. Tiritaba. Con las palmas de las manos como si sujetara un libro abierto contemplaba cómo se derramaba toda esa sangre, que sabía que no era mía, y cubría la tierra lentamente.
         Mis amigos no se percataron de nada y continuaron jugando el partido. Yo permanecí en la misma postura, observando cómo aquel líquido caía y se extendía más allá de mis piernas, cercándome. Fue entonces, sintiendo mi cuerpo como una isla rodeada de sangre, cuando mi mente se llenó de imágenes y recuerdos que tampoco eran míos: un pasaporte falso… una mujer rubia y alta, con la piel como la nieve… muchos hombres rígidos y temerosos que se abrían a mi paso con las barbillas muy erguidas… un uniforme militar negro con muchas medallas… varios tanques atravesando una estepa nevada… lo que parecía un castillo… lo que parecían prisioneros famélicos y lo que eran agujeros en la tierra.
         Mientras sentía la sangre caliente caer y manchar la tierra, supe que esos recuerdos sí eran míos. Pero no de este niño de trece años que soy ahora, sino de ese otro hombre despreciable y uniformado que fui.
               

viernes, 27 de marzo de 2020

14. PANDORA I



Enciende una cerilla.
         —¿Qué haces?
         —Contemplando a Pandora.
         —Ahora sí que te has vuelto loco.
         —¿No es la consecuencia natural?
Enciende otra cerilla.
         —No gastes más, podríamos necesitarlas.
        —¿Quién es el loco: yo que solo contemplo o tú que crees que unas cerillas nos servirán de algo en un submarino que se hunde?






jueves, 26 de marzo de 2020

13. EL JOVEN APRENDIZ



El joven aprendiz, en un intento por parecer un hercúleo cazador, se distanció del grupo buscando la oportunidad y la presa perfecta. Deseaba regresar triunfante como un César imberbe. Sin embargo, mientras agudizaba su inexperta vista, cayó en un agujero de lodo creado por las torrenciales lluvias de aquella semana. Quedó clavado hasta la cintura. Pero el joven cazador, digno y valiente, no quiso pedir auxilio. Bajo ninguna circunstancia gritaría para que sus compañeros se rieran de él o lo grabaran con sus móviles y lo proyectaran eternamente. Esto pensaba nuestro querido cazador mientras se hundía en el lodo.
Solo cuando paladeó la tierra y tuvo que erguir la cabeza para respirar, solo entonces quiso y no pudo llamar a sus compañeros. Era demasiado tarde. Había perdido la palabra y por tanto la libertad. El joven aprendiz murió con su escopeta, virginal, pegada al pecho.


miércoles, 25 de marzo de 2020

12. A TODA COSTA



El Presidente de la multinacional dijo, dando un golpe sobre la mesa, que ayudaría al Gobierno y al país a toda costa. El Vicepresidente General tragó saliva. Uno de los asesores del Vicepresidente Financiero, antiguo filólogo hispánico, después de guardar un minuto de silencio, levantó la mano atemorizado. Disculpe, Señor Presidente —dijo—, pero «a toda costa» significa sin limitación en el gasto o en el trabajo. El Presidente bebió agua lentamente y explicó a la Junta que solo era una manera de hablar.
                                                                                                      


martes, 24 de marzo de 2020

11. LUCERNARIO



La puerta de la casa que llevaba cerrada más de cincuenta años se hallaba abierta. Atardecía y por esa zona del barrio solo yo encontraba una excusa para caminar un kilómetro más, simplemente, para observar las cinco casas abandonadas de la primera calle que existió en el pueblo. Aquellas familias desaparecieron sin dejar rastro. Nadie supo por qué. Y desde que tengo uso de razón paseo por la acera resquebrajada y las examino con el deleite de lo antiguo, y la curiosidad del acertijo indescifrable. Pero aquella tarde la puerta de la casa más vieja, la última, la que termina a unos metros del bosque, se hallaba abierta.
         No lo dudé. Atravesé la cerca enmohecida y verdinosa y me encaminé hacia ella. La única historia que cuentan los ancianos de mi barrio sobre aquel extraño suceso es que jamás, en ninguna vivienda, desde hace décadas, se ha vuelto a colocar un lucernario. Ni siquiera los nuevos habitantes, con sus coches caros y sus posibilidades monetarias, se han atrevido a construirlos para que iluminen los salones de sus grandes mansiones. Quizá también porque desconocen que aquí, en este barrio que hace más de un siglo era un pequeño pueblo que la ciudad se tragó, existían los mayores artesanos de lucernarios del mundo. Esas cinco casas son el último y mayor reflejo de aquel arte ya perdido.
El último gran maestro lucernario vivía en la vivienda más antigua. Las otras cuatro casas las habitaban sus tres hijas y su hijo. Todos desaparecieron de la noche a la mañana. Desde entonces nadie se ha atrevido a pisarlas. Es muy extraño, en cualquier otra parte ese respeto hubiera durado unas semanas o incluso meses pero, tarde o temprano, algún granuja se hubiera colado a robar. Aquí no. No somos así.
         La puerta está abierta y me adentro. Huele a humedad y la madera del suelo está carcomida y levantada. Hay verdina en las paredes. Todo permanece en su sitio, o en el sitio que lo dejaron sus dueños hace más de cincuenta años, pero con décadas de polvo encima. Una escalera, dos plantas. Me dirijo nervioso hacia el salón para contemplar el lucernario antes de que alguien descubra que he invadido una casa ajena. Eso aquí no se perdona. Camino rápido, la madera se quiebra y me cuesta respirar por la cantidad de partículas que acumula el aire. Siento frío y me tiemblan las manos. Miro hacia abajo para que el impacto visual del lucernario sea lo más estético posible. Me coloco en el centro del salón y, por fin, miro hacia arriba. Ahí, justo en el centro de un lucernario de unos cinco metros cuadrados, hay una especie de hombre con seis brazos que me acecha y se lanza hacia mí con sus garras filosas y la boca abierta.




lunes, 23 de marzo de 2020

10. EL CANDADO Y LA PROMESA



María X Pedro (19/12/2013)


Soy esa María de hace siete años, pero ya no está ese Pedro en la ecuación. No tacharé la inscripción de aquella adolescente que fui. Tampoco romperé el candado que enganchamos a la barandilla herrumbrosa del paseo de la Ribera, a la altura de la Cruz del Rastro. Nunca un objeto simbolizó tanto la repugnancia del amor, o lo que considerábamos amor. ¿Quién fue el primer idiota que utilizó un candando para reflejar la unión de dos personas? Soy yo la que lleva un candado en el pecho, y él en el tobillo.
Me he prometido que vendré aquí cada año. Leeré los nombres y la equis, masticaré la fecha. Contemplaré cómo el candado se va oxidando y borrando lo inscrito. Después anudaré un lazo con mi nombre justo debajo. Cada año de un color diferente. Cada año, aunque el destino me lleve a tierras lejanas, peregrinaré a este lugar y anudaré un lazo. Sin fecha, solo mi nombre y un color, que después la intemperie se encargue de él si lo desea.
Hoy será la primera vez. Hoy celebraré mi propio aniversario. El aniversario de mi libertad y memoria.







domingo, 22 de marzo de 2020

9. ESTOY CONTENTO



Los martes no puedo venir —me dijo—, tengo psicoterapia. Semanas después, mientras nos comíamos un helado de chocolate con lacasitos, en ese parque que me gusta tanto, me dijo que había cambiado la psicoterapia por clases de salsa, pero aun así, el horario no le permitía llevarme al entrenamiento, que lo sentía, que sabía lo mucho que me gustaba el fútbol y lo bueno que era, pero que no podía, era imposible. Y yo no es que me enfadara, no es eso, mamá. Me alegraba mucho de ver a papá feliz. Me gusta ver a papá contento.
Al mes siguiente, casi al final de la temporada y cuando estábamos a punto de clasificarnos para la copa, me dijo, muy triste, es verdad que estaba triste porque tenía la barbilla apretada y ese agujerito que se le forma en el centro cuando papá está triste, ¿tú sabes cuál es, verdad, mamá? Me dijo que los jueves tampoco podría llevarme al entrenamiento porque debía asistir a las clases de salsa, nivel avanzado. Antes de marcharse adoptó esa pose de boxeador que solo hace conmigo, ¿sabes cuál es, verdad, mamá?, pues esa, me golpeó el hombro y me dijo que era un máquina, que seguro marcaba dos o tres goles el próximo partido. Le dije que no pasaba nada, que bailaba muy bien. Es verdad, mamá. ¡Papá baila super bien! Yo lo he visto bailar en el salón de su casa con esa mujer, los fines de semana que me he quedado a dormir con él. ¡Qué bien baila!, alza los brazos, gira para un lado, para el otro, agarra a Andrea, así se llama la mujer, y la sube hasta el techo. Y ellos se ríen mucho y se abrazan y se dan besos y yo también me río.
Me gusta ver a papá contento. No me gustaba verlo enfadado y triste como antes. Ahora está contento, aunque no pueda llevarme al entrenamiento y las dos últimas semanas no haya podido venir a verme jugar el partido del sábado. Aun así, me gusta que esté contento. Aunque cuando marqué el gol que nos clasificó para la copa no estuviera en la grada, aplaudiéndome y riendo y levantando los brazos como antes, como hace ahora cuando baila. Me gusta ver a papá reírse y ser feliz cuando marco goles, me gusta mucho. Yo solo quiero que papá esté contento, mamá. Y ahora lo está y yo también estoy contento, y también estoy muy contento porque tú también estás contenta y me llevas al río todos los domingos. Pero mamá, si papá y tú estáis contentos, y yo también estoy contento… ¿Por qué? ¿Tú sabes por qué ya no me gusta el fútbol como antes?

sábado, 21 de marzo de 2020

8. EL TESTAMENTO



«El testamento está enterrado en mi lugar favorito. La persona que lo encuentre se quedará con todo». Cuando el notario concluyó de leer, los parientes se miraron. La paz se había roto. La guerra era inminente. «Todo» era mucho. Los cinco hijos, con sus respectivas familias, organizaron sus cónclaves particulares. Analizaron las palabras «testamento», «enterrado», «lugar-favorito». Una vez decidido el plan de actuación se lanzaron pico y pala en mano hacia cualquier habitación o baldosa sospechosa de ocultar la suculenta herencia. Una vez destruido todo lo edificable, arrancados cada olivo y crisantemo, irrespirables los lazos de sangre y parentesco que el tiempo había trenzado, las cinco familias, polvorientas y exhaustas, descansaron sobre las ruinas que la búsqueda había producido.
Pasado un tiempo, la nieta más pequeña dijo: «Echo de menos al abuelo. Me hacía reír». En ese instante todos comprendieron que había sido la última broma de un hombre sabio.


viernes, 20 de marzo de 2020

7. LECTURA RÁPIDA



La mujer hipotecó su casa para comprar todos los cursos de lectura rápida online y presenciales que había en el mercado. Pasó de leer 180 palabras por minuto a 15.600. Podía leer Crimen y Castigo mientras almorzaba. El Quijote en un cuarto de hora. Tenía un objetivo. Había aprendido a sintetizar sus deseos, a concentrarse en una única cosa. Su misión: leer todos los libros que se habían escrito hasta ese momento. Los quería todos. Había conseguido leer más de trescientos libros al día. Le quedaban tan pocos por leer como dinero en la cuenta corriente.
Un 23 de diciembre, después de cuarenta y dos años, por fin, la mujer convocó esa rueda de prensa con la que tanto había soñado. Ante más de treinta periodistas confesó orgullosa que había leído todos los libros que había escrito el ser humano. Soy la única persona que lo ha conseguido.
Todos aplaudieron. El responsable del Libro Guiness de los Records confirmó que la mujer, ya anciana, había completado aquella proeza. Es cierto, sentenció, nuestros grandes expertos lo avalan. Y le colocó la medalla y le dio un cheque. Entonces, una joven periodista le preguntó qué libro le había gustado más, cuáles diría que son los libros fundamentales del pensamiento humano, aquellos que todos deberíamos leer. La mujer que lo había leído todo miró a la periodista y se quedó muda para siempre.

jueves, 19 de marzo de 2020

6. LOS ELEFANTES




Llovía y hacía frío. Es lo primero que recuerdo. Después aparece la manada y los gritos mientras veía a mi hermana correr hacia mí tiritando. Yo no sabía qué pasaba. Pero sentí una especie de instinto primitivo que me hizo apretar los puños y salir corriendo hacia ella. Mi padre no pudo agarrarme y mi madre, con la boca muy abierta y los brazos elevados, no se percató hasta que fue irremediable. Corría furiosa. Esquivaba a la manada y sus patas enormes.
A unos metros, la vi caer de rodillas. Temí que la pisaran, que esas bestias la golpearan y le rompieran los huesos. Corría para salvarla. Mi hermana lloraba y hundió las manos en el barro. Salté y me abracé a ella. «Ya estoy aquí, tata. No llores. Nadie te va a hacer daño. Yo te defiendo», le decía mientras ella intentaba respirar.
Después me acarició con sus manos barrosas y me sonrió. «No te enfades, Claudia. Estoy bien. Es solo el cross, la carrera de todos los años. Mira toda esa gente. Ves…», y señaló a las corredoras con sus dorsales y vi a su amiga Mercedes muy feliz y exhausta cubierta con una manta.
«¿No eran elefantes?», le pregunté sorprendida. Y ella se rio como nunca la había visto reírse.

miércoles, 18 de marzo de 2020

5. PERCEBEIROS




Mi padre y mi abuelo murieron en el mar. Se los llevó una ola. Mi padre apareció en San Sebastián. En la tumba de mi abuelo solo hay tierra y una enorme cruz con sus iniciales. Eran percebeiros. Parece el inicio de una novela, pero no es así. Es solo un instante. Me llamo Eloy Galindez. Hace veinte años me dedicaba a vender neumáticos. Desde niño mi madre me abrió los brazos para mostrarme que el mundo era más ancho de lo que mi familia había visto hasta ese momento. Hay más tierra que mar, hijo mío. Más trabajos que hacer que estar colgado de una roca. Sé que tú serás otra cosa, me decía las mañanas que mi padre tardaba demasiado en llegar a casa. Percebeiro no, por favor. Cualquier cosa. Hasta Guardia Civil, me confesó una noche de invierno que mi padre dormía entre temblores de frío. Aquella frase se me quedó clavada en el alma.
Somos cuatro hermanos. Tres hombres y una mujer. Todos percebeiros. Todos menos yo. Yo intenté llegar a tierra. Construir un castillo y un huerto y criar ovejas. Pero el mar tiene una voz demasiado fuerte. Es una mujer demasiado hermosa que siempre consigue su botín.
Jamás reproché nada al mar. Nunca conocí a mi abuelo, o por lo menos no recuerdo cómo se movía. Solo es una imagen a color dentro de un recuadro. Mi padre murió cuando yo tenía doce años. Justo en ese instante en que todos los niños comienzan a aprender el oficio de una manera divertida. Pero yo hui de las cuerdas y los hierros, del traje de neopreno y las zapatillas con púas. Hui del mar y las rocas creyendo que era diferente, que podría salvarme, que llegaría a vivir una vida larga.
A los veinticinco años regresé a casa dispuesto a conseguir los mejores percebes del mundo. A dominar las rocas y el mar. Si lo pruebas una sola vez nunca podrás dejarlo, me dijo mi anciana madre. Lo probé. Y tenía razón. Diecinueve años tragando agua salada y trepando por las rocas más escarpadas como una cabra montesa. Era mi lugar en el mundo. Era feliz justo en ese trozo desalmado de tierra donde rompen las olas más impetuosas. Pero la felicidad tiene un precio. Hoy, que una de ellas me arrastra hasta las profundidades donde nada emerge con vida, solo deseo que mi cuerpo llegue a alguna playa y pueda descansar cerca del mar, y mi mujer y mis dos hijos puedan acercarse de vez en cuando a hablar conmigo. Me arrepiento de no haber sido percebeiro mucho antes.

martes, 17 de marzo de 2020

4. EL PARQUE DE LAS PALOMAS



Sí, soy escritor. Eso es diferente. Ser reconocido no tiene nada que ver con ser escritor. Escritor lo soy, reconocido no. Sí, es una costumbre; me gusta contemplar el parque por las noches, desde mi ventana, con la luz apagada. Claro, nadie puede verme. Me gusta. ¿Raro?, si usted lo dice inspector.
Sí, sé quién es. Lo vi por primera vez hace unos meses. Saltaba las vallas del tren y se escabullía silenciosamente en el parque, cuando llevaba varias horas vacío. Más o menos sobre esa hora, sí. Tres o cuatro veces por semana. Agazapado, así, de esta forma, comprobaba que no hubiera nadie. Después observaba los árboles, elegía uno y, como si fuera un gato, trepaba y apresaba dos palomas. Las otras salían del árbol como si alguien hubiera disparado cerca. Sí, se las comía allí mismo, en algún rincón o entre los arbustos más frondosos; pero solo una paloma, la otra se la llevaba. No lo sé. Claro que me sorprendió. Pero reafirmó mi teoría de que el mundo es enorme y enorme sus miserias. Cuando terminaba la cena, saltaba de nuevo las vallas del tren y se perdía en la oscuridad.
         Mi abuelo, desde que yo era niño, me contaba historias sobre la pobreza que sufrió durante la posguerra. Y no era la peor. Él me decía que bajo la miseria, siempre existía otra miseria más profunda, pero casi invisible para la mayoría. Me contó la historia de un gitanillo de su barrio que, por las noches, robaba patos y palomas de un parque del centro de la ciudad. Cena familiar. Sobrevivir, solo importaba eso, me decía mi abuelo. Me acordaba de aquel gitanillo cada vez que veía al hombre comerse las palomas del parque.
         Sí, claro. Ayer todo cambió. Por eso estamos aquí. Sí, era la misma hora de siempre. Se comportó de la misma forma. Entonces apareció aquel corredor con su trote cochinero. Era el típico que había decidido ese día ponerse en forma, pero como era tan lamentable verlo correr, optó por hacerlo a esa hora de la madrugada que nadie lo juzgaría. Cuando el corredor pasó cerca del hombre agazapado en un arbusto, todo ocurrió muy deprisa. Se abalanzó sobre él como un animal salvaje. No escuché nada. Solo vi cómo el cuerpo del corredor caía al suelo y rápidamente el hombre lo arrastró hasta el forraje. Allí lo devoró. Tardé en reaccionar, eso es todo. No podía creerlo. Una hora más tarde el hombre saltaba las vallas del tren y desaparecía como siempre. Lo único que había cambiado es que ese día no había cenado palomas.





lunes, 16 de marzo de 2020

3. EL CASTILLO





Había caminado durante más de cuatro días cuando descubrió el castillo sobre la cumbre. Exhausto, llegó hasta el enorme portón de madera. Miró las almenas y los tejados plateados por donde serpenteaba el humo de las chimeneas. Después acarició la aldaba de oro. Sonrió al comprobar que no era un sueño. No, no estaba loco. Los locos eran ellos. Y regresó por donde había venido.






domingo, 15 de marzo de 2020

2. SOLO BASTÓ UN GESTO





Aquella mañana, después de haber atravesado la ciudad de punta a punta por no sé qué deseo de sentirme más etérea y libre, sin pretenderlo, más por inercia que por interés, acabé deambulando por las salas del museo arqueológico.
         Lo que más tarde ocurrió lo hizo muy deprisa. Y yo fui la única que lo vi. Todavía hoy me pregunto el porqué. ¿Por qué fui yo la única si delante de mí, por la pasarela que sobrevuela los vestigios arqueológicos del Teatro Romano, desfilaba una turba de adolescentes con sus respectivos profesores? ¿Por qué yo?
Después de bajar las escaleras que daban al sótano del museo, la turba se detuvo ante los restos de un graderío. Yo guardé cierta distancia. Un hombre con voz aguda comenzó a explicar, entre el enjambre de ruidos y hormonas, la historia de aquel yacimiento. Frente a mí, frente a todos nosotros, se alzaban las piedras amarillentas del teatro, unas encima de otras, como un juego infantil abandonado.
Cuando el hombre terminó de hablar, en una ranura de la pared agrietada, ahí, justo ahí, sin saber cómo, se encendió una luz humosa y débil del tamaño de una moneda, que fue creciendo muy lentamente. Por increíble que parezca, nadie se percató; tan solo yo.
Los adolescentes se fueron con su ruido, y el silencio me rodeó con sus aristas de sombras. Miré a mí alrededor buscando a un vigilante, pero no había nadie. Todos se habían marchado. Alguien debería ver esto —pensé—, alguien debería apagar esa diminuta hoguera antes de que se transforme en incendio y lo destruya todo. Pero no dije nada, ni busqué ayuda. Tan solo permanecí quieta, escudriñando la pequeña lumbre en el resquicio de la pared. No sé cuánto duró. Un minuto, quince segundos, no lo sé. Aunque lo que ocurrió a continuación no lo podré olvidar nunca, ¿cómo iba a olvidarlo?
El sótano olía a humedad. Sentí el peso y el tacto de la memoria. Me acerqué a la chispa que crecía poco a poco. Las delicadas hebras de humo blanco ascendían medio metro y después se apagaban, dejando una sutil calidez. Quince segundos o un minuto más tarde, el humo cesó y la llama se apagó. Y del tiznado hueco del recuerdo de un teatro romano, vi, con mis propios ojos, con estos que hoy me toco para saber que no soy ciega, cómo asomaba una mancha negra, cómo saltaba ágilmente sobre la barandilla de metal y se acercaba decidida. Me quedé clavada al suelo de la pasarela. Cuando la mancha estuvo a un metro, descubrí que era un gato. Un gatito negro del tamaño de una canica que rodaba hacia mí y había nacido de las ruinas de la historia. No supe qué hacer, pero en ningún momento sentí miedo. Había sido testigo de algo extraordinario. Algo único. Lo sabía, e intuía que aquel gatito peludo que había saltado sobre la palma de mi mano no me dañaría. Fue asombroso. Y lo acaricié y me sentí muy feliz y lo acomodé en el bolsillo de mi abrigo y salí corriendo del museo arqueológico pensando en ti. Quería enseñarte mi descubrimiento, aquella maravilla del tiempo o la naturaleza o dios sabe de qué o de dónde. Pero solo quería mostrártelo a ti.
Solo bastó un gesto.
Al día siguiente, cuando regresé del hospital, busqué a la insólita y bella criatura que había nacido de las grietas de la historia, pero no la encontré. La llamé, intenté atraerla con suculentos dedales repletos de leche. Levanté cojines, saqué libros, abrí cacerolas y armarios, pero no la encontré.
Solo bastó un gesto para destruirlo todo.
Cuando regresaste del recital de poesía, ebrio y emocionado por los aplausos, te pregunté entre lágrimas sobre aquella bella criatura que había visto nacer. Y tú, con un gesto en el rostro que jamás olvidaré: torcido, putrefacto, falso, repugnante, feo, inmisericorde, cruel, frío, insensible, inhumano, señalándome con los brazos rígidos la puerta principal, me confesaste, seguro de tu decisión, que la habías tirado a la calle, que te daba asco aquel pequeño ser que sabías había nacido de las piedras hermosas y poéticas del tiempo. Quizá fuera el último regalo, la última escena de aquel teatro a cambio de nada. Y tú, porque te molestaba el sonido de sus uñitas pinzar el suelo mientras escribías, porque te repugnaba verlo subido en tus pantuflas de invierno o danzando sobre tus libros, por eso, lo arrojaste a la calle.
Solo bastó un gesto para destruirlo todo.


sábado, 14 de marzo de 2020

1. MI APORTACIÓN, MI REGALO: UN LIBRO DE RELATOS


Esto es un regalo. La mejor manera, o la única, o la que considero más sincera para agradecer al Sistema Sanitario Público en general, y a todos los sanitarios en particular todo su esfuerzo. Es mi humilde aportación, la pandemia del coronavirus nos recuerda una vez más que decidir dedicarte al ámbito sanitario va mucho más allá de un sueldo a fin de mes. Cuidar, curar, acompañar, salvar… aun a riesgo, sobre todo durante esta cuarentena, de su propia salud.
         El 12 de marzo de hace dos años (curiosos marzos), mi doctora de cabecera me salvó la vida al recetarme una ecografía a la que no estaba obligada. Una semana más tarde, en mi revisión anual en nefrología, otra doctora me diagnosticaba cáncer de riñón. El objetivo de este texto no es narrar aquella situación. Lo que supuso y supone para mí. Escribo esto por los sentimientos que ciertas personas han vuelto a despertar en mí, y eso ha superado mi rechazo a cierta exposición. Como digo, esto es un regalo. 
         Desde aquel 12 de marzo de 2018 todo lo que ocurra en mi vida, todos los libros que alcance a escribir, todo el tiempo que disfrute con mi hija, con mi mujer, con mi familia y amigos, todos los libros que lea, que me enamoren, todos esos cuadros de pintores nuevos que descubra, todas esas ciudades y monumentos y rincones de otros países por los que deambule, toda esa soledad deliciosa que pueda saborear… todo por lo que merece la pena vivir, todo eso se lo debo, me lo han regalado ellos: las doctoras y enfermeros, los radiólogos y anestesistas, las cirujanas y auxiliares que me han acompañado (y lo siguen haciendo), que sin conocerme me trataron, y hablo en plural porque fueron todos, sin excepción, como una persona, como alguien conocido, como alguien cercano, incluso querido, como un joven de treintaicinco años con un cáncer incurable. Me salvaron. Y aquí sigo, con un riñón menos y unas manchitas en un pulmón que parece que han encontrado su lugar tranquilo, y ahí están, viendo pasar el tiempo. Y les digo que no tengan prisa, que Córdoba es una ciudad hermosa, que les leeré muchos libros y escribiré muchas historias, quizá no tan buenas como las que les lea, que mi hija les alegrará la existencia, eso seguro. Y parece que les ha gustado el huequecito que en mí encontraron y ahí están quietecitos sin crecer. Aunque eso de correr, beber vino o cerveza y dar toques a un balón quedó como un recuerdo lejano.
         A lo que iba, desde esta atalaya que es mi casa, junto a mi mujer y mi hija, durante esta cuarentena por el coronavirus para cuidarme (pertenezco a esa familia llamada población de riesgo) y para cuidar a los que están a mi alrededor, pienso, leo y veo los testimonios y los actos de miles de mujeres y hombres en hospitales. Sus rostros y lo que les rodea son un correlato objetivo, que llamamos en literatura, que expresa una emoción, sentimiento o, en mi caso, una verdad. Y esa verdad, reflejada en todos esos rostros que fueron los mismos que me acompañaron y cuidaron durante los días y semanas más difíciles de mi vida, no es otra cosa que solidaridad, empatía, valor, compromiso por esta nuestra especie, a fin de cuentas: un amor enorme por la vida, por la vida ajena que es algo hermosísimo. Son, para mí, los grandes héroes y heroínas de nuestra historia, de la Historia con mayúscula. Siempre, siempre han estado ahí. Que otros se queden con los Napoleones, Cid Campeadores y Julios Césares que yo me quedo con ellos: con los millones de anónimos que nos regalan lo más preciado de la vida. Gracias por todo. 
          Otra cosa, creo que la Sanidad Pública Universal es uno de los actos más revolucionarios que ha creado el ser humano en la historia.
         Los relatos que publicaré cada día, espero ser lo puntual que nunca he sido, forman parte del libro de relatos, inédito e incompleto, Cuando la humedad nos atraviesa. Aquí os dejo mis textos, un libro para entreteneros esto días extraños, pero sobre todo como agradecimiento. Es lo máximo que puedo ofrecer, para todos ustedes, con todo mi cariño y admiración, con infinita gratitud.



El primer relato que publico aquí, en el libro estaba situado al final, como último sabor de boca. Como todo ha cambiado, quiero que sea el primero, porque de alguna manera somos millones de personas los que nos encontramos en una isla parecida a la del microrrelato.







LITERATURA


Aún hoy se desconoce el día y la hora exacta de aquel maravilloso acontecimiento. Cuentan las leyendas que un hombre se adentró en un bosque con un bolígrafo y un cuaderno, mientras que a esa misma hora, que nadie recuerda ni sabe señalarla en un calendario, una mujer arribaba al puerto de una ciudad también con las mismas herramientas. A partir de aquí sí podemos asegurar el tiempo: cinco días más tarde, el hombre había dejado al bosque sin pájaros ni flores, robado el olor a romero y a jazmín; la mujer había arrancado todas las antenas parabólicas y fuentes de la ciudad, y extirpado la piel y los recuerdos de todos los que allí vivían. Al séptimo día, exhaustos, como dos recién nacidos, se reunieron en una isla minúscula de un océano desconocido y se intercambiaron los cuadernos.