Llovía y hacía frío. Es lo primero que recuerdo. Después
aparece la manada y los gritos mientras veía a mi hermana correr hacia mí tiritando.
Yo no sabía qué pasaba. Pero sentí una especie de instinto primitivo que me
hizo apretar los puños y salir corriendo hacia ella. Mi padre no pudo agarrarme
y mi madre, con la boca muy abierta y los brazos elevados, no se percató hasta
que fue irremediable. Corría furiosa. Esquivaba a la manada y sus patas enormes.
A unos metros, la vi caer de
rodillas. Temí que la pisaran, que esas bestias la golpearan y le rompieran los
huesos. Corría para salvarla. Mi hermana lloraba y hundió las manos en el
barro. Salté y me abracé a ella. «Ya estoy aquí, tata. No llores. Nadie te va a
hacer daño. Yo te defiendo», le decía mientras ella intentaba respirar.
Después me acarició con sus
manos barrosas y me sonrió. «No te enfades, Claudia. Estoy bien. Es solo el
cross, la carrera de todos los años. Mira toda esa gente. Ves…», y señaló a las
corredoras con sus dorsales y vi a su amiga Mercedes muy feliz y exhausta
cubierta con una manta.
«¿No eran elefantes?», le
pregunté sorprendida. Y ella se rio como nunca la había visto reírse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario