Aquella mañana,
después de haber atravesado la ciudad de punta a punta por no sé qué deseo de
sentirme más etérea y libre, sin pretenderlo, más por inercia que por interés,
acabé deambulando por las salas del museo arqueológico.
Lo que más tarde ocurrió lo hizo muy
deprisa. Y yo fui la única que lo vi. Todavía hoy me pregunto el porqué. ¿Por
qué fui yo la única si delante de mí, por la pasarela que sobrevuela los
vestigios arqueológicos del Teatro Romano, desfilaba una turba de adolescentes
con sus respectivos profesores? ¿Por qué yo?
Después de bajar las escaleras que daban al sótano del museo, la turba se
detuvo ante los restos de un graderío. Yo guardé cierta distancia. Un hombre
con voz aguda comenzó a explicar, entre el enjambre de ruidos y hormonas, la
historia de aquel yacimiento. Frente a mí, frente a todos nosotros, se alzaban
las piedras amarillentas del teatro, unas encima de otras, como un juego
infantil abandonado.
Cuando el hombre terminó de hablar, en una ranura de la pared agrietada,
ahí, justo ahí, sin saber cómo, se encendió una luz humosa y débil del tamaño
de una moneda, que fue creciendo muy lentamente. Por increíble que parezca, nadie
se percató; tan solo yo.
Los adolescentes se fueron con su ruido, y el silencio me rodeó con sus aristas
de sombras. Miré a mí alrededor buscando a un vigilante, pero no había nadie.
Todos se habían marchado. Alguien debería ver esto —pensé—, alguien debería
apagar esa diminuta hoguera antes de que se transforme en incendio y lo
destruya todo. Pero no dije nada, ni busqué ayuda. Tan solo permanecí quieta,
escudriñando la pequeña lumbre en el resquicio de la pared. No sé cuánto duró.
Un minuto, quince segundos, no lo sé. Aunque lo que ocurrió a continuación no
lo podré olvidar nunca, ¿cómo iba a olvidarlo?
El sótano olía a humedad. Sentí el peso y el tacto de la memoria. Me
acerqué a la chispa que crecía poco a poco. Las delicadas hebras de humo blanco
ascendían medio metro y después se apagaban, dejando una sutil calidez. Quince
segundos o un minuto más tarde, el humo cesó y la llama se apagó. Y del tiznado
hueco del recuerdo de un teatro romano, vi, con mis propios ojos, con estos que
hoy me toco para saber que no soy ciega, cómo asomaba una mancha negra, cómo
saltaba ágilmente sobre la barandilla de metal y se acercaba decidida. Me quedé
clavada al suelo de la pasarela. Cuando la mancha estuvo a un metro, descubrí
que era un gato. Un gatito negro del tamaño de una canica que rodaba hacia mí y
había nacido de las ruinas de la historia. No supe qué hacer, pero en
ningún momento sentí miedo. Había sido testigo de algo extraordinario. Algo
único. Lo sabía, e intuía que aquel gatito peludo que había saltado sobre la
palma de mi mano no me dañaría. Fue asombroso. Y lo acaricié y me sentí muy
feliz y lo acomodé en el bolsillo de mi abrigo y salí corriendo del museo
arqueológico pensando en ti. Quería enseñarte mi descubrimiento, aquella
maravilla del tiempo o la naturaleza o dios sabe de qué o de dónde. Pero solo
quería mostrártelo a ti.
Solo bastó un gesto.
Al día siguiente, cuando regresé del hospital, busqué a la insólita y
bella criatura que había nacido de las grietas de la historia, pero no la
encontré. La llamé, intenté atraerla con suculentos dedales repletos de leche.
Levanté cojines, saqué libros, abrí cacerolas y armarios, pero no la encontré.
Solo bastó un gesto para destruirlo todo.
Cuando regresaste del recital de poesía, ebrio y emocionado por los
aplausos, te pregunté entre lágrimas sobre aquella bella criatura que había
visto nacer. Y tú, con un gesto en el rostro que jamás olvidaré: torcido,
putrefacto, falso, repugnante, feo, inmisericorde, cruel, frío, insensible,
inhumano, señalándome con los brazos rígidos la puerta principal, me
confesaste, seguro de tu decisión, que la habías tirado a la calle, que te daba
asco aquel pequeño ser que sabías había nacido de las piedras hermosas y
poéticas del tiempo. Quizá fuera el último regalo, la última escena de aquel
teatro a cambio de nada. Y tú, porque te molestaba el sonido de sus uñitas
pinzar el suelo mientras escribías, porque te repugnaba verlo subido en tus
pantuflas de invierno o danzando sobre tus libros, por eso, lo arrojaste a la
calle.
Solo bastó un gesto para destruirlo todo.
Vuelvo a leer una historia recreada en el Museo Arqueológico. Una monumental metáfora que retrata y señala el desprecio de la humanidad por todo lo que brota de unas ruinas y de su historia. Genial
ResponderEliminarGracias, amigo. Un lugar que compartimos y en el que siempre existiremos.
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