Son las cinco de la madrugada y
aquí me veo: escribiendo. Despidiéndome de la única manera que sé. Desvelao,
que diríamos por aquí. Han pasado muchas cosas durante el último día. Tu muerte
a los 51 años —permitidme que me dirija de esta manera—, inesperada, ha
coloreado de tragedia y muestras de afecto y admiración la realidad. Ha muerto
Juan Carlos Aragón, me escribieron por wassap. No puede ser, me repetía. Pero
si lo fue. Ya no habrá más comparsas ni chirigotas tuyas. Ya no habrá más
pasodobles, ni quiebros chirigoteros. Recuerdo que le dije a mi mujer, ¿ahora
quién le cantará a la soledad? Habrá un vacío artístico que solo tú sabías cómo
tapar con tus letras.
Veinte años. Esos años llevo
escuchándote. Tengo treinta y cinco. La proporción lo dice todo. He querido y
quiero a muchos artistas: escritores o pintores, la mayoría. Roberto Bolaño,
Onetti, Lorca, Faulkner, Rulfo, Baroja, Delibes, De Chirico, Cezanne, Romero de Torres, Hopper, pero a todos los
quise una vez habían fallecido. Es algo tan hermoso el arte que ni la muerte lo
acalla. Contigo, como con unos pocos encontrados en el camino, demasiado pocos,
os he querido mientras existíais. Pero el carnaval tiene un toque diferente a
la literatura o la pintura. Tiene un tacto familiar, cercano, “es mu de
barrio”, que también diríamos por aquí. Cada año, cada febrero —y ahora recién
recuerdo un texto que ha escrito mi amigo Andrés también para despedirte—,
llegaba el carnaval y con él tus letras. Más letras inolvidables, más regalos
con forma de pasadobles o popurrí. Recuerdo muchas madrugadas cantando ebrios
de amor y vida tus pasodobles. Una noche, entre semana, saliendo de Los
Mosquitos, cantando La Serenísima con mi querido Paco, por las estrechas y
silenciosas calles de la judería. Tus letras también me han acompañado en
talleres de poesía, las utilizaba para mostrar a los jóvenes otras aristas del
arte. Tus letras también sonaban de fondo mientras celebraba la vida y la
compartía con esa persona que siempre ha
estado conmigo, incluso en los momentos más amargos, que diría la coplilla. Y
así, sin darnos cuenta, pasaban los años y yo más cerca de ti, mientras tú
continuabas escribiendo y componiendo ajeno a todos esos desconocidos que te
esperaban por febrero. El arte calienta y acompaña. El arte es un amigo dentro
de ti, que te habla cuando más lo necesitas y nadie ve. Que te habla cuando no
lo necesitas, pero lo deseas. Y así tu arte me escuchó crecer, me acompañó a
otros continentes y otras vidas, me consoló y ensalzó el amor cuando ya creía
que más alto no podía llegar.
¿Cómo llamamos a esas personas que
te acompañan gran parte de la vida o, en concreto, esa parte de la vida
consciente, esa que eres tú quien desea qué o quiénes estén a tu lado? Amigos.
Familia. Qué rebelde fuiste, que hasta las estructuras emocionales,
instituciones afectivas, eso que llamamos tradición, intestaste derribar. ¿Y no
es amigo quien te habla y te comprende, quien está ahí siempre, a cualquier
hora, en cualquier momento, siempre con el verso exacto, la estrofa caliente o
la novela o el cuadro donde acogerte como en su casa, sin pedir nada a cambio?
Quédate el tiempo que necesites. Para siempre si gustas, me han dicho algunos.
Y les tomé la palabra.
Te escribo desde la distancia.
Desde Córdoba y desde otra más lejana. He visto muchos vídeos —oh gracias, Tecnología— sobre las
despedidas que otras personas te han brindado. La despedida a las puertas del
Falla, mientras tu féretro lo rodeaban cientos de personas, tu gente, cantando
los Yesterday, ese pasodoble filosófico-humorístico a la "identidad"
andaluza, y después, como no, una plegaria, tu única oración, tu pasodoble a la
única religión que seguiste: el carnaval. Viendo el vídeo me sentí orgulloso de
ser andaluz, de pertenecer a un pueblo que es capaz de mezclar drama, humor y
cante para despedir a una persona tan querida, a un artista tan admirado.
Querido amigo al que nunca conocí,
gracias por tus letras, tanto diste, que vivirás en ellas y en la voz de otros
eternamente.
Así lo espero.