El joven aprendiz, en un intento por parecer un hercúleo
cazador, se distanció del grupo buscando la oportunidad y la presa perfecta.
Deseaba regresar triunfante como un César imberbe. Sin embargo, mientras
agudizaba su inexperta vista, cayó en un agujero de lodo creado por las
torrenciales lluvias de aquella semana. Quedó clavado hasta la cintura. Pero el
joven cazador, digno y valiente, no quiso pedir auxilio. Bajo ninguna
circunstancia gritaría para que sus compañeros se rieran de él o lo grabaran
con sus móviles y lo proyectaran eternamente. Esto pensaba nuestro querido
cazador mientras se hundía en el lodo.
Solo cuando paladeó la tierra
y tuvo que erguir la cabeza para respirar, solo entonces quiso y no pudo llamar
a sus compañeros. Era demasiado tarde. Había perdido la palabra y por tanto la
libertad. El joven aprendiz murió con su escopeta, virginal, pegada al pecho.
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