Pelusa, mi perrita, había desaparecido. Menos mal que la
noche anterior había llovido y encontré sus huellas en el barro. Cogí una
mochila, eché un batido de chocolate y un paquete de galletas y salí en su
busca sin decírselo a nadie. Yo la encontraría. Abandoné el cortijo, salté la
valla y crucé el riachuelo. Me sorprendió que Pelusa, apenas un cachorro,
hubiera caminado esa distancia. Me sentía como uno de esos detectives que tanto
nos gustan a mamá y a mí. Tan listos y valientes. Tenía que encontrarla,
y adentrarme en el bosque no debía aterrorizarme.
Me senté en
una roca para almorzar y descansar un rato. Ya no había barro y tampoco
huellas. Me propuse investigar la zona, seguro que Pelusa estaría por allí
husmeando. La encontraré, me decía, soy un gran detective, nada puede escapar a
mi instinto. La busqué tanto que no advertí que comenzaba a anochecer, pero eso
no me impediría hallar a Pelusa.
Hacía mucho
frío. Me acurruqué bajo un árbol para entrar en calor un poco antes de seguir
buscando a mi perrita. Todo sucedió muy rápido. Me rodearon sin que me diera
cuenta y antes de que pudiera levantarme me atacaron clavándome sus colmillos
en mi cuerpo destemplado. El más grande me arrastró hasta su madriguera y aquí
me dejó. Cuando mi vista se aclimató a la oscuridad descubrí, sintiéndome como
estoy pasmado de frío por la pérdida de sangre, a mi lado, el cuerpecito
todavía tibio de Pelusa. La humedad lo envuelve todo. Por fin la encontré.
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