Una mañana de verano, en las pistas del colegio, mientras
regateaba a Javi para marcar mi segundo gol del partido, Gonzalo, el hijo puta
de Gonzalo, se lanzó hacia mí con todo su obeso cuerpo y me empotró contra una
de las columnas que hay detrás de la portería. Perdí el conocimiento al
instante. Todos se asustaron, también Gonzalo. Me llevaron en volandas hasta la
fuente y allí comenzaron a echarme agua como si yo fuera un delfín varado en la
playa y aquella la única manera de mantenerme con vida.
Cuando
desperté, completamente empapado, todos estaban a mí alrededor mirándome como
si el delfín hubiera muerto. Pero en cuanto comprobaron que me encontraba bien,
que no se me caía la baba ni se me había quedado un lado de la cara flácido,
siguieron jugando con la misma naturalidad que hace unos segundos temblaban de
miedo. Me incorporé como pude, me apoyé en la pared del colegio y anduve
lentamente buscando un mordisco de sombra. Al dejarme caer sobre la acera,
entre la inercia y el cansancio, me golpeé la nuca con la pared. No perdí el
conocimiento como antes. No. Veía perfectamente. Pero lo que descubrí me asustó
más que mi posible daño cerebral. Sentía un extraño calor en las manos. Al
mirarlas quedé paralizado. Eran enormes y rojas y de ellas emanaba una gran
cantidad de sangre que me bañaba las piernas. Tiritaba. Con las palmas de las
manos como si sujetara un libro abierto contemplaba cómo se derramaba toda esa
sangre, que sabía que no era mía, y cubría la tierra lentamente.
Mis amigos
no se percataron de nada y continuaron jugando el partido. Yo permanecí en la
misma postura, observando cómo aquel líquido caía y se extendía más allá de mis
piernas, cercándome. Fue entonces, sintiendo mi cuerpo como una isla rodeada de
sangre, cuando mi mente se llenó de imágenes y recuerdos que tampoco eran
míos: un pasaporte falso… una mujer rubia y alta, con la piel como la nieve…
muchos hombres rígidos y temerosos que se abrían a mi paso con las barbillas
muy erguidas… un uniforme militar negro con muchas medallas… varios tanques
atravesando una estepa nevada… lo que parecía un castillo… lo que parecían
prisioneros famélicos y lo que eran agujeros en la tierra.
Mientras
sentía la sangre caliente caer y manchar la tierra, supe que esos recuerdos sí eran míos. Pero no de este niño de trece años que soy ahora, sino de ese otro
hombre despreciable y uniformado que fui.
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