sábado, 28 de marzo de 2020

15. EL HOMBRE UNIFORMADO



Una mañana de verano, en las pistas del colegio, mientras regateaba a Javi para marcar mi segundo gol del partido, Gonzalo, el hijo puta de Gonzalo, se lanzó hacia mí con todo su obeso cuerpo y me empotró contra una de las columnas que hay detrás de la portería. Perdí el conocimiento al instante. Todos se asustaron, también Gonzalo. Me llevaron en volandas hasta la fuente y allí comenzaron a echarme agua como si yo fuera un delfín varado en la playa y aquella la única manera de mantenerme con vida.
         Cuando desperté, completamente empapado, todos estaban a mí alrededor mirándome como si el delfín hubiera muerto. Pero en cuanto comprobaron que me encontraba bien, que no se me caía la baba ni se me había quedado un lado de la cara flácido, siguieron jugando con la misma naturalidad que hace unos segundos temblaban de miedo. Me incorporé como pude, me apoyé en la pared del colegio y anduve lentamente buscando un mordisco de sombra. Al dejarme caer sobre la acera, entre la inercia y el cansancio, me golpeé la nuca con la pared. No perdí el conocimiento como antes. No. Veía perfectamente. Pero lo que descubrí me asustó más que mi posible daño cerebral. Sentía un extraño calor en las manos. Al mirarlas quedé paralizado. Eran enormes y rojas y de ellas emanaba una gran cantidad de sangre que me bañaba las piernas. Tiritaba. Con las palmas de las manos como si sujetara un libro abierto contemplaba cómo se derramaba toda esa sangre, que sabía que no era mía, y cubría la tierra lentamente.
         Mis amigos no se percataron de nada y continuaron jugando el partido. Yo permanecí en la misma postura, observando cómo aquel líquido caía y se extendía más allá de mis piernas, cercándome. Fue entonces, sintiendo mi cuerpo como una isla rodeada de sangre, cuando mi mente se llenó de imágenes y recuerdos que tampoco eran míos: un pasaporte falso… una mujer rubia y alta, con la piel como la nieve… muchos hombres rígidos y temerosos que se abrían a mi paso con las barbillas muy erguidas… un uniforme militar negro con muchas medallas… varios tanques atravesando una estepa nevada… lo que parecía un castillo… lo que parecían prisioneros famélicos y lo que eran agujeros en la tierra.
         Mientras sentía la sangre caliente caer y manchar la tierra, supe que esos recuerdos sí eran míos. Pero no de este niño de trece años que soy ahora, sino de ese otro hombre despreciable y uniformado que fui.
               

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