Estudiábamos el teatro de Lorca cuando lancé el primer
trazo. Tenía quince años. Por aquella época vagabundeaba del día a la noche
como una condenada a muerte, como alguien que lo tiene todo perdido. Los
lamentos de todas esas mujeres me corroían, me nublaban. Sus dogmas, su mala
suerte, su opresión, su fanatismo, su aceptación de las cadenas me llenaba el
corazón de tinieblas. Pero descubrirlo allí, tan quieto, tan simple en su forma
y en su uso, sobre la mesa de la profesora, me cambió. Recuerdo ese primer
trazo verde y grueso.
Ella se llamaba Sella. Había
llegado ese año al instituto. Sella me enseñó, mientras en clase de literatura
estudiábamos el teatro de Lorca, cómo se utilizaba un pincel, cómo vomitar
todas mis tinieblas sobre un folio en blanco. «Tienes que salir de La casa de
Bernarda Alba —me decía—, todas debemos romper el bastón y recorrer el mundo.» Trazo
verde, tras trazo verde, lo logré. Salí gracias a una mujer llamada Sella y a la
música que despertó en mí un pincel.
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