Una noche cualquiera, en un lugar cualquiera, un hombre
arropa a su hija, se recuesta a su lado y comienza a leerle un cuento. Al rato
la niña se duerme, el hombre se levanta, deja el libro en la estantería, se
acerca a la niña, la besa y le dice «te quiero». Y aquellas palabras, desde
aquí pretéritas, ante la estupefacción de todos los expertos y el esfuerzo
estéril de países y grupos económicos por apuntarse el histórico tanto, se
unieron en un sonido único que entró por el oído derecho de la niña, recorrió
su cuerpo y salió por el izquierdo, traspasó la pared de la habitación, el
dormitorio de sus padres, saltó a la calle y navegó la noche entre las sombras
y las luces, entre el gentío alegre de los trasnochadores y, en un giro
inesperado, ascendió, penetró las nubes y dejó atrás, poco a poco, la Tierra. Dos
palabras transformadas en un sonido interestelar que ningún experto, a día de
hoy y cientos de años después de ser emitidas, sabe cómo, cuándo ni por qué
se han convertido en el primer contacto
con otra vida inteligente en un lejano lugar del universo.
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