Cuando el Dictador, vestido de traje y corbata, con la
papada prominente y la tez rosada, decretó que quedaban terminantemente prohibidos,
bajo pena de muerte: los actos altruistas, las acciones empáticas, los mensajes
de ánimo a otras personas que no fueran familiares directos; los comedores
sociales, asociaciones de vecinos y oenegés; toda educación, sanidad o
conocimiento gratuito; cualquier obligación de actuar correctamente, incluido el
peso moral por ese otro sujeto que deseáramos alcanzar y todo tipo de ideal religioso, o filosófico, o ético que aspirara a cierta virtud, justicia, verdad, paraíso o cualquier eufemismo o metáfora sobre la bondad; sí, el
Dictador utilizó aquellas dos palabras que su asesor principal le escribió,
eufemismo y metáfora.
«Quedará prohibido —continuó
el Dictador— todo lo que recoja el Realísimo Decreto. Sobre todo —vociferó con
los brazos estirados dirigiéndose a la multitud—, quedará terminantemente
prohibida la empatía y la bondad, porque han sido los grandes males de este
mundo de débiles. Y los débiles desaparecerán de una vez y para siempre». El
Dictador bebió agua y continuó: «Desde ahora en adelante quedará prohibida toda buena acción, cada cual que actúe como le plazca. A nadie lo juzgarán. El mundo será de los fuertes o
no será. Desde este instante sois libres, la ley queda promulgada y publicada.
¡Viva la libre elección!». Unos segundos después de acabar el discurso y con la
entrada en vigor de la ley, uno de sus guardaespaldas personales se acercó al Dictador y le pegó un tiro en la cabeza.
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