domingo, 12 de abril de 2020

28. APOLO Y DAFNE



Cuando la mujer-hormiga dio el último suspiro, cerca de la ribera de aquel barroso charco, el hombre-hormiga estaba a su lado. Ella se llamaba Dafne y él Apolo. Se conocieron en el Tiempo de las Naranjas. Ella lo rehuyó durante muchos veranos, pero él le llevaba gajitos de gajitos de naranjas a la puerta de su casa todas las tardes. Y le hablaba de mitología durante los largos inviernos; los domingos sobre todo, mientras el resto de jóvenes jugaban al billar, o iban al cine, o se pasaban las horas dando toques a una bola de papel.
         Cuando llegó la sequía, cuando el Tiempo de las Naranjas fue sustituido por el Tiempo del Asfalto, con ese olor putrefacto que lo caracterizó, el hormiguero debió emigrar. Tenían que encontrar un lugar húmedo, porque solo la humedad produce tierra fértil y con ella el Tiempo de las Naranjas o el de las Manzanas, como fue el de sus abuelos. Tenían que dejar el que había sido su hogar. Así lo hicieron. Cruzaron desiertos y charcos inabarcables. Bosques profundos y oscuros plagados de monstruos carnívoros. Muchos perecieron. Amigos y familiares. Pero un día encontraron la humedad que traería el Tiempo de los Melocotones, una de las épocas más prósperas que recogía la antiquísima historia de aquella civilización de hormigas que dio comienzo con el Tiempo del Trigo, en aquel basto charco llamado Éufrates.
Durante la odisea que los llevó hasta dar comienzo el Tiempo de los Melocotones, la mujer-hormiga supo, sin lugar a dudas, que amaba a aquel hombre-hormiga que no dejó nunca de hablarle de mitología. Cerca de una charca barrosa y entre la vegetación de un melocotonero, en aquel oasis, vivieron felices.
         Después que la mujer-hormiga diera el último suspiro, el hombre-hormiga la enterró cerca de la humedad del charco barroso que tanta alegría les regaló. No tardó mucho tiempo en brotar una hierbecilla salvaje, minúscula y débil en apariencia, pero que a la primavera siguiente lucía fuerte y ramificada. El hombre-hormiga, como un ritual, el primer día que emergía del hormiguero una vez superado el invierno, se acercaba a la plantita, le arrancaba una hoja y con ella y un hilo seco se fabricaba un collar que le duraría hasta el final del verano. Se lo colocaba y salía al campo pensando en el amor y en la felicidad que trae consigo la humedad.
         Varios veranos más tarde, cuando el hombre-hormiga murió, un joven artista, en homenaje a aquella muestra de amor eterno, esculpió una escultura del hombre-hormiga y la mujer-hormiga y la tituló Apolo y Dafne. Hoy, decenas de veranos después, miles de hormigas hacen cola en el Museo de Arte Nacional para contemplar una de las obras maestras más importantes de aquella civilización tan antigua.



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