Cuando la mujer-hormiga dio el último suspiro, cerca de
la ribera de aquel barroso charco, el hombre-hormiga estaba a su lado. Ella se
llamaba Dafne y él Apolo. Se conocieron en el Tiempo de las Naranjas. Ella lo
rehuyó durante muchos veranos, pero él le llevaba gajitos de gajitos de naranjas
a la puerta de su casa todas las tardes. Y le hablaba de mitología durante los
largos inviernos; los domingos sobre todo, mientras el resto de jóvenes jugaban
al billar, o iban al cine, o se pasaban las horas dando toques a una bola de
papel.
Cuando llegó
la sequía, cuando el Tiempo de las Naranjas fue sustituido por el Tiempo del
Asfalto, con ese olor putrefacto que lo caracterizó, el hormiguero debió
emigrar. Tenían que encontrar un lugar húmedo, porque solo la humedad produce
tierra fértil y con ella el Tiempo de las Naranjas o el de las Manzanas, como fue
el de sus abuelos. Tenían que dejar el que había sido su hogar. Así lo
hicieron. Cruzaron desiertos y charcos inabarcables. Bosques profundos y
oscuros plagados de monstruos carnívoros. Muchos perecieron. Amigos y
familiares. Pero un día encontraron la humedad que traería el Tiempo de los Melocotones,
una de las épocas más prósperas que recogía la antiquísima historia de aquella
civilización de hormigas que dio comienzo con el Tiempo del Trigo, en aquel
basto charco llamado Éufrates.
Durante la odisea que los llevó
hasta dar comienzo el Tiempo de los Melocotones, la mujer-hormiga supo, sin
lugar a dudas, que amaba a aquel hombre-hormiga que no dejó nunca de hablarle
de mitología. Cerca de una charca barrosa y entre la vegetación de un
melocotonero, en aquel oasis, vivieron felices.
Después que
la mujer-hormiga diera el último suspiro, el hombre-hormiga la enterró cerca de
la humedad del charco barroso que tanta alegría les regaló. No tardó mucho
tiempo en brotar una hierbecilla salvaje, minúscula y débil en apariencia, pero
que a la primavera siguiente lucía fuerte y ramificada. El hombre-hormiga, como
un ritual, el primer día que emergía del hormiguero una vez superado el invierno,
se acercaba a la plantita, le arrancaba una hoja y con ella y un hilo seco se
fabricaba un collar que le duraría hasta el final del verano. Se lo colocaba y
salía al campo pensando en el amor y en la felicidad que trae consigo la
humedad.
Varios
veranos más tarde, cuando el hombre-hormiga murió, un joven artista, en
homenaje a aquella muestra de amor eterno, esculpió una escultura del
hombre-hormiga y la mujer-hormiga y la tituló Apolo y Dafne. Hoy, decenas de veranos después, miles de hormigas
hacen cola en el Museo de Arte Nacional para contemplar una de las obras
maestras más importantes de aquella civilización tan antigua.
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