Suena el despertador y me levanto, soñoliento. Miro por
la ventana y solo veo desolación y tristeza. A ver si acaba el confinamiento de
una maldita vez. Es insoportable. Así no se puede vivir. Por lo menos yo no.
Me visto con desgana, algo insólito
en mí, y salgo a la calle. Veo el vacío y la soledad y el ruido, o sería mejor
decir la marabunta de ruidos que hacen todos esos bichejos asquerosos. Cada
noche que pasa son más, pareciera que se aparearan y duplicaran cada
veinticuatro horas. Como esto continúe varias semanas más, cuando salgan no
habrá sitio para todos. A veces creo que podría aparecer un brachiosaurus por
las altas cumbres.
Camino no sé con qué pretexto.
Bueno, en realidad sí lo sé, pero me cuesta reconocerlo, busco un milagro.
Quién lo iba a decir, ¿verdad? El Gran Ateo por excelencia, el enemigo de toda
religión y fe, busca un milagro. Pero una noche más no aparece. El hambre me
corroe las tripas y el alma, si la tuviera, claro. Escucho un ruido en la
ribera del río, entre los arbustos, cerca del primer pilar del puente. Me
acerco sigilosamente y en dos movimientos atrapo un jabato y huyo antes de que
su madre pueda olerme siquiera.
Así me veo, un gran conde como
yo, el Conde más importante de la historia, yo que he comido con emperadores y
reyes, con sultanes y presidentes de los gobiernos más poderosos, así me veo,
escabulléndome entre las sombras, buscando alimento, hastiado de comerme las
ratas del castillo. A ver si termina el confinamiento de una maldita vez y
salen todos de sus cochambrosas casas, porque aunque lo haya intentado cientos
de veces, nadie me invita a entrar en su hogar.
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