Pasaron los años y hoy, domingo, como cada semana, mi
hija viene a verme y me cuenta sus cosas, que Laurita ya se ha recuperado del
resfriado y ha vuelto al colegio, que Manuel, por fin, se ha decidido a abrir
la academia de inglés que tanto tiempo y esfuerzo le ha costado, que ella sigue
en el instituto, muy contenta, dando clases de Arte, aunque asqueada de tanto
papeleo y burocracia. Sonrío al escucharla, porque ha sido, desde muy niña, más
de belleza y ensimismamiento que de informes y horarios. Y ahí sigue, tan
pasional como siempre, a pesar de la rigidez del mundo.
Le pregunto por su madre, me
dice que está disfrutando unos días en un pueblo de Cádiz con unas amigas. Me
alegro mucho, vuelvo a sonreír y siento el salitre del mar acariciar mi rostro.
Cuando parece que el día y los temas se acaban, esperando la despedida, entre
suspiros, inseguridad y angustia, me abraza tiernamente y en un susurro muy
cerca de mi cuello, me confiesa que estoy muerto, que fallecí hace años y que solo
ella puede verme. Pero que esté tranquilo, que disfrute del mar y el paisaje, porque
para ella es más que suficiente.
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