Solo debo pisar las líneas blancas. Las negras nunca.
Cuando salimos de casa, y cruzamos de acera, y nos subimos al autobús, y bajamos, y
me despido de mi madre y entro, por fin, sonriente al colegio, sé que solo debo
pisar las líneas blancas. «¡Quieres andar bien, Dani, por favor!», me dice y a
veces me grita mi madre. Me gustaría explicárselo todo, pero no está preparada.
Me gustaría confesarle que las líneas blancas son el puente que nos salva; las
negras, el abismo. Las negras son los acantilados donde nada se ve y todo se
pierde. Pero no puedo decírselo. Solo salto sobre las líneas blancas esperando
el momento de subirme al autobús número 6. Ese tanque verde, ese barco que navega
sobre las líneas negras sin peligro, protegiéndonos de la oscuridad,
recorriendo la ciudad para llevarme cada día al colegio. Debo pisar las líneas
blancas para que nuestra cara no desaparezca como la de mi padre.
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