La puerta de la casa
que llevaba cerrada más de cincuenta años se hallaba abierta. Atardecía y por
esa zona del barrio solo yo encontraba una excusa para caminar un kilómetro
más, simplemente, para observar las cinco casas abandonadas de la primera calle
que existió en el pueblo. Aquellas familias desaparecieron sin dejar rastro.
Nadie supo por qué. Y desde que tengo uso de razón paseo por la acera
resquebrajada y las examino con el deleite de lo antiguo, y la curiosidad del
acertijo indescifrable. Pero aquella tarde la puerta de la casa más vieja, la
última, la que termina a unos metros del bosque, se hallaba abierta.
No lo dudé. Atravesé la cerca enmohecida
y verdinosa y me encaminé hacia ella. La única historia que cuentan los
ancianos de mi barrio sobre aquel extraño suceso es que jamás, en ninguna
vivienda, desde hace décadas, se ha vuelto a colocar un lucernario. Ni siquiera
los nuevos habitantes, con sus coches caros y sus posibilidades monetarias, se
han atrevido a construirlos para que iluminen los salones de sus grandes
mansiones. Quizá también porque desconocen que aquí, en este barrio que hace
más de un siglo era un pequeño pueblo que la ciudad se tragó, existían los
mayores artesanos de lucernarios del mundo. Esas cinco casas son el último y
mayor reflejo de aquel arte ya perdido.
El último gran maestro lucernario vivía en la vivienda más antigua. Las
otras cuatro casas las habitaban sus tres hijas y su hijo. Todos desaparecieron
de la noche a la mañana. Desde entonces nadie se ha atrevido a pisarlas. Es muy
extraño, en cualquier otra parte ese respeto hubiera durado unas semanas o
incluso meses pero, tarde o temprano, algún granuja se hubiera colado a robar.
Aquí no. No somos así.
La puerta está abierta y me adentro.
Huele a humedad y la madera del suelo está carcomida y levantada. Hay verdina
en las paredes. Todo permanece en su sitio, o en el sitio que lo dejaron sus
dueños hace más de cincuenta años, pero con décadas de polvo encima. Una
escalera, dos plantas. Me dirijo nervioso hacia el salón para contemplar el
lucernario antes de que alguien descubra que he invadido una casa ajena. Eso
aquí no se perdona. Camino rápido, la madera se quiebra y me cuesta respirar
por la cantidad de partículas que acumula el aire. Siento frío y me tiemblan
las manos. Miro hacia abajo para que el impacto visual del lucernario sea lo
más estético posible. Me coloco en el centro del salón y, por fin, miro hacia
arriba. Ahí, justo en el centro de un lucernario de unos cinco metros cuadrados,
hay una especie de hombre con seis brazos que me acecha y se lanza hacia mí con
sus garras filosas y la boca abierta.
...No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza... y pa'que entras, Poe?
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