Mi padre y mi
abuelo murieron en el mar. Se los llevó una ola. Mi padre apareció en San
Sebastián. En la tumba de mi abuelo solo hay tierra y una enorme cruz con sus
iniciales. Eran percebeiros. Parece el inicio de una novela, pero no es así. Es
solo un instante. Me llamo Eloy Galindez. Hace veinte años me dedicaba a vender
neumáticos. Desde niño mi madre me abrió los brazos para mostrarme que el mundo
era más ancho de lo que mi familia había visto hasta ese momento. Hay más
tierra que mar, hijo mío. Más trabajos que hacer que estar colgado de una roca.
Sé que tú serás otra cosa, me decía las mañanas que mi padre tardaba demasiado
en llegar a casa. Percebeiro no, por favor. Cualquier cosa. Hasta Guardia
Civil, me confesó una noche de invierno que mi padre dormía entre temblores de
frío. Aquella frase se me quedó clavada en el alma.
Somos cuatro hermanos. Tres hombres y una mujer. Todos percebeiros. Todos
menos yo. Yo intenté llegar a tierra. Construir un castillo y un huerto y criar
ovejas. Pero el mar tiene una voz demasiado fuerte. Es una mujer demasiado
hermosa que siempre consigue su botín.
Jamás reproché nada al mar. Nunca conocí a mi abuelo, o por lo menos no
recuerdo cómo se movía. Solo es una imagen a color dentro de un recuadro. Mi
padre murió cuando yo tenía doce años. Justo en ese instante en que todos los
niños comienzan a aprender el oficio de una manera divertida. Pero yo hui de
las cuerdas y los hierros, del traje de neopreno y las zapatillas con púas. Hui
del mar y las rocas creyendo que era diferente, que podría salvarme, que
llegaría a vivir una vida larga.
A los veinticinco años regresé a casa dispuesto a conseguir los mejores
percebes del mundo. A dominar las rocas y el mar. Si lo pruebas una sola vez
nunca podrás dejarlo, me dijo mi anciana madre. Lo probé. Y tenía razón. Diecinueve
años tragando agua salada y trepando por las rocas más escarpadas como una
cabra montesa. Era mi lugar en el mundo. Era feliz justo en ese trozo desalmado
de tierra donde rompen las olas más impetuosas. Pero la felicidad tiene un
precio. Hoy, que una de ellas me arrastra hasta las profundidades donde nada
emerge con vida, solo deseo que mi cuerpo llegue a alguna playa y pueda
descansar cerca del mar, y mi mujer y mis dos hijos puedan acercarse de vez en
cuando a hablar conmigo. Me arrepiento de no haber sido percebeiro mucho antes.
Atávica fuerza de ese irracional canto de sirena, atrapado en este relato como un Horrocrux (no hay otra explicación, palpita y hasta huele el salitre).
ResponderEliminarGracias, Polifemo.
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