Aquella mañana del 6 de agosto, el pequeño Aki se levantó
muy temprano porque había tenido una horrible pesadilla. Cuando sonó la sirena
había recorrido la casa de punta a punta diez o doce veces. Se sentía de mal
humor. Botaba y botaba una pelota como una especie de acto repetitivo que lo
relajaba. Al atravesar el comedor, sin saber por qué, pateó la pelota y rompió
el pequeño reloj milenario de la familia. En el momento del impacto, a las 8.15
exactamente, la tierra tembló y la niebla y la onda expansiva acabaron con casi
todo. Durante el resto de su vida, nada ni nadie pudo extirparle el sentimiento
de culpa.
Que sentimiento más poderoso, de esa Infancia pérdida.
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